El cielo protector



 


Prólogo

Fue una tarde de finales de julio de 1947. Acababa de despertar de una siesta inducida por el calor, porque Fez puede ser bastante calurosa en verano. Recuerdo el aire viciado en la habitación claustrofóbica. "Abriré la ventana -pensé- y veré el puerto de Orán abajo, y el aire nocturno será refrescante." Ya estaba metido en la novela que empezaba a escribir. La primera página tenía que formar parte de aquel asfixiante cuartucho de hotel donde yo estaba tendido. Establecer aquello me permitiría dirigir el movimiento como creyera conveniente. Sabía que me embarcaba en un largo viaje, pero sentía que debía acompañarme una mujer -preferiblemente una esposa- que ocuparía una habitación contigua. La única muchacha con la que había viajado hasta entonces era mi esposa Jane. De modo que inmediatamente inventé una esposa, y supe que me acompañaría durante todo el viaje. Fue así como una falsa Jane se convirtió en mi compañera. Sin duda esto influyó en la leyenda posterior de que Jane realmente había participado en el viaje. No me sirvió de nada negar su presencia o insistir en que el libro era ficción y no autobiografía. Así que, aunque Jane nunca había pisado el continente africano y estaba tranquilamente sentada junto a una piscina en Connecticut, los críticos dijeron lo que quisieron y en general dictaminaron que mi esposa me había acompañado al Sáhara.

Bernardo Bertolucci, que tuvo la idea fatídica de llevar este recalcitrante libro al cine, creyó ver en él grandes posibilidades publicitarias. Quiso que Debra Winger se pareciera lo más posible a Jane. El que yo en aquella época tuviera ochenta años no pareció molestarle. Huelga decir que la película en sí no tuvo nada que ver con la campaña para hacer públicas nuestras vidas privadas. Solo tuvo que ver con la publicidad. Pero cuanto menos diga sobre la película ahora, mejor.

No recuerdo por qué consideré necesario matar al protagonista masculino a media novela. Quizá me pareció que era injusto haber escapado a la peritonitis durante mi propia lucha con la tifoidea y que, por tanto, debía una vida, cualquier vida, al enemigo de fuera. Gracias al hospital Americano en Neuilly, y al buen estado general de salud propio de los veintiún años, logré evitar la peritonitis. Quince años más tarde, el enemigo se apoderó de mi héroe, y a mi esposa inventada, cuya personalidad había ido construyendo poco a poco a lo largo del libro, la abandoné a su propia suerte. Al final, libre ya del estado obsesivo impuesto por la escritura, supe que la muerte era necesaria, porque lo que yo quería por encima de todo era la experiencia de la muerte, no vista por un observador, sino desde dentro: tenía que ser yo quien muriera. Encontré que mi muerte fingida daba un empujón a la novela; después tuve que enfrentarme a otros problemas. Todo dependía de Kit y de lo que se sintiera impelida a hacer para sobrevivir. Las posibilidades narrativas eran infinitas. La novela seguía el rumbo de las fantasías de Kit, que para algunos críticos eran irreales por tratarse de mis propias fantasías masculinas. Y es cierto que, en la última parte del libro, en todas las escenas por las que discurre la narración, Kit es un objeto y sigue siéndolo hasta el final. 

Costó publicar el libro. Fue un encargo de Doubleday, que rechazó la obra inmediatamente por considerar que no era una novela. Después pasó un mal año, en que todos los editores que la vieron la rechazaron. Fui yo, y no mi agente, quien finalmente mandó el manuscrito a James Laughlin de New Directions; afortunadamente le gustó y accedió a publicarla. Debido a que sus contables ya habían presentado las devoluciones de impuestos de 1949, no podía arriesgarse a mostrar ganancias por algo que él ya había considerado una pérdida (porque su interés en la edición era literario, no comercial), de modo que restringió la edición a 3.500 ejemplares en lugar de los 10.000 que había recomendado Publishers Weekly. Salió la segunda semana de diciembre, pero las ventas en aquel periodo vacacional se limitaron a los ejemplares disponibles.

A pesar de estos obstáculos, la novela fue entregada en estado saludable y ahora, cincuenta años más tarde , está en mejores condiciones que su autor.

Paul Bowles

  Estaba en alguna parte, había regresado a través de vastas regiones desde ninguna parte; existía en la médula de su conciencia la certeza de una tristeza infinita, pero era tranquilizadora porque era lo único que le resultaba familiar. No necesitaba otro consuelo. Con extremo bienestar, extrema relajación, permaneció absolutamente quieto durante un rato y luego se sumió en uno de los duermevelas que se producen tras haber conciliado un sueño largo, profundo.

    El viento de la tarde le refrescaría el rostro mientras estuviera allí mirando y en aquel momento llegaría el sueño.

     No se consideraba un turista; era un viajero. La diferencia, explicaba, radicaba en parte en el tiempo. Mientras que el turista suele apresurarse por volver a casa al cabo de pocas semanas o de pocos meses, el viajero, sin pertenecer más a un lugar que al siguiente, se desplaza despacio y durante un período de años de una parte de la tierra a otra.

     Otra diferencia importante entre un turista y un viajero es que el primero acepta sin reservas su propia civilización; no así el viajero, quien la compara con las demás y rechaza aquellos elementos que no son de su agrado. 
 
   La muerte siempre está en camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llegará parece restarle finitud a la vida. Lo que odiamos tanto es esa terrible precisión. Pero como no sabemos, nos toca creer que la vida es un pozo sin fondo. Sin embargo, las cosas ocurren sólo un determinado número de veces, en realidad, muy pocas. ¿Cuántas veces más recordarás cierta tarde tu infancia, una tarde que forma una parte tan entrañable de tu ser que ni siquiera puedes imaginar la vida sin ella? Quizá cuatro o cinco veces más. Quizá ni eso. ¿Cuántas veces más verás salir la luna llena? Quizá veinte. Y sin embargo todo parece ilimitado.