Paul Bowles

A comienzos de 1990 leí un artículo en la revista Ajoblanco sobre el matrimonio Bowles. Bertolucci estaba rodando “El cielo protector” y el nombre de Paul Bowles comenzó a llamar la atención. Ciertamente el reportaje era muy atrayente. Su nombre venía unido a los de Ezra Pound, Dalí, Truman Capote, Borroughs o Allen Ginsberg. Además, el matrimonio en sí era tentador, ya que sus vidas y especialmente su matrimonio no fueron muy convencionales. 

En 1991 visité Marruecos por primera vez. “Creo que adoro Marruecos”, escribí. Es curioso,  aún no había leído a Bowles y ya sentí vergüenza de ser turista. Después comprendí perfectamente su máxima de “El cielo protector”: “Entre el turista y el viajero la primera diferencia reside en parte en el tiempo. Mientras el turista, por lo general, regresa a casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra (yo añadiría y de su alma). El turista acepta su propia civilización sin cuestionarla y el viajero la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan”. 

Al regresar de Marruecos (un viaje turístico que Bowles despreciaría a buen seguro) leí sus memorias del tirón. Quedé fascinado. A pesar de que su biografía apenas toca aspectos personales, que sin duda también son fascinantes, me pude hacer a la idea de su filosofía de vida. Fui comprando todos sus libros. Se estrenó la película “El cielo protector”, en donde Bowles participó y hubo una explosión de su popularidad. Fui guardando en una carpeta todas las entrevistas que encontré. Creo que Bowles vivió la vida que quiso y eso muy pocas personas pueden decirlo. En 1994 fui a Tánger. Sabía que recibía en su casa a casi todo el que se atreviera a llamar. Localizamos la embajada española, ya que sabía que el apartamento se encontraba cerca. Preguntamos a dos mujeres españolas por el edificio “Itesa” y ellas mismas nos acercaron.  En un primer momento dudé, ya que el edificio era bastante feo y en mal estado. Pensé que no era un lugar para tan afamado escritor. Nos introdujimos en el edificio y comenzamos a subir. Un niño nos observaba. Le preguntamos por la casa del escritor. Nos introdujo en el ascensor y nos condujo hasta la misma puerta en la que se podía leer la inscripción “Bowles”. El mismo niño llamó al timbre y se fue corriendo. Así que ya no teníamos escapatoria. Nos abrió un tipo delgado, con gafas y le pregunté si podíamos visitarle. Nos informó de que al día siguiente tenía un viaje y que tendría que preguntarle. Cuando regresó nos dijo que podíamos verle pero poco tiempo. 

El apartamento era bastante pequeño. Nos dirigió hacia la habitación de Bowles, tan famosa por salir en casi todas sus últimas entrevistas. La habitación estaba desordenada y llena de libros. En el suelo estaba un joven filmándole con una cámara de vídeo. Y allí estaba él, tumbado en su cama. Le dimos la mano y le pregunté por su salud. Dijo que al día siguiente iba a Madrid y luego a Atlanta. Le dije que ya lo sabía porque lo acababa de leer en la prensa. Se mostró sorprendido por la rapidez de la publicación. No dejaba de observarle. Muy delgado, ya anciano, pero aún conservaba unos ojos muy expresivos. La situación no invitaba a prolongar la visita así que le pedí un autógrafo. Como no llevaba ningún libro suyo le pedí que lo hiciera en un folio. “¿Y qué puedo poner?” preguntó. “Bueno, eres escritor” le contestó el hombre de gafas, que intuí era el escritor Rodrigo Rey. Me preguntó mi nombre y cuando le contesté “Nacho” se mostró muy sorprendido. Me dijo, con buen criterio, que eso no era un nombre. El joven de la cámara dijo que “Nacho” era una comida mejicana. “Vaya, estuve 4 años en México y no lo sabía” dijo Bowles. Finalmente le expliqué que el nombre real era José Ignacio. Decidió hacer la dedicatoria con todos mis nombres. Le dimos la mano y le deseamos un pronto regreso. Iba a ser operado en Estados Unidos así que su deseo era regresar cuando antes.

Al año siguiente regresé a Tánger. Casi lo primero que hice fue dirigirme de nuevo al apartamento. Llamé al timbre 3 veces pero no abrió nadie. De nuevo pregunté a los niños. Me dijeron que Bowles estaba solo y que no podía abrir y que lo mejor para visitarle era por las mañanas, que estaba acompañado por su enfermera y chófer. Así que al día siguiente lo intenté por la mañana. La puerta se encontraba entreabierta. Llamé y acudió una criada. “¿Podemos ver a Paul?”, pregunté. Me dijo que se encontraba trabajando pero que le escribiera mi nombre para comunicárselo. Tardó un rato en regresar. Dijo que accedía a visitarle “solo dos minutos”. Pasamos al apartamento y me fijé en las muchas maletas amontonadas que había a la entrada. Cuando alcanzamos su habitación allí seguía Bowles, tumbado y escribiendo. Estaba completamente solo, lo que hacía la visita más relajada. Le estreché la mano. Comenté nuestra anterior visita. Dijo que no era buen momento para visitar Tánger. Dijo que había mucha suciedad, escasez de agua y cólera. Dijo que el gobierno estaría contento por ello. Siempre pensó que el gobierno odiaba esa ciudad. Le pregunté a ver si estaba trabajando pero dijo que solo estaba contestando su correspondencia. Precisamente le escribí unos meses antes pero dijo que mucha correspondencia se perdía, incluso cartas suyas. Por aquel entonces yo estaba buscando su música sin éxito. Sabía que eso le gustaría, ya que casi todo el mundo le pregunta por sus libros y no por su música. Dijo que en breve se iba a editar algo pero que dudaba que viera la luz en España. Se disculpó por no poder ofrecernos nada y que no podía caminar. Estaba débil, con la boca ligeramente torcida, secuela de la operación. Sin embargo estaba muy lúcido. Pero resignado. Sabía que eran sus últimos años de existencia. “Yo ya no existo” solía decir. Le deseé buena salud y nos despedimos. Al año siguiente fue invitado a Madrid para presentar una recopilación de sus cuentos. Dio una rueda de prensa y logré que me dedicara un libro. Durante los 4 años siguientes  concedió varias entrevistas que guardé.  Cuando falleció, en 1999 no pude dejar de recordarlo en su cama. A menudo era trasladado en volandas por unos cuantos niños. Esa imagen tan digna de su vejez me persigue a menudo.